III
No entiendo esa obsesión de todos en la familia para que vaya al médico. No necesito psicólogos ni psiquiátras. Lo mío es sólo un problema de inactividad. Desde que me jubilé el año pasado he perdido algunas facultades. No hacer nada me atrofia la mente. Debo ejercitarla: llenar sudokus, resolver crucigramas, salir a caminar al parque un rato en las tardes o volver a dar clases particulares en casa. Estudiantes no me van a faltar, ni de Matemáticas ni de Literatura. Debo volver a hacer algo para no sentirme inútil, para no ser un estorbo. No quiero terminar tirada en una cama como mi madre.
Creo que todos en casa están condicionados por la enfermedad de mamá. Creen que porque se me olvidan unas cosas ya tengo lo mismo que ella. Me conozco, no estoy loca, muchos menos senil. Apenas tengo sesenta y un años. Si me retiré de la universidad fue para pasar más tiempo con mi familia, echarle una mano a Carmen con el cuidado de mi vijieta, quitarle tanto estrés y responsabilidad. También quería descansar. Toda una vida dedicada a la docencia cansa. Números por la mañana, letras por las tardes, alumnos rezagados que vienen algún que otro fin de semana por un curso personal. Un día me dije basta, Sonia, debes bajar el ritmo. Repetir las mismas fórmulas y teorías una y otra vez se vuelve monótono. Pedí que me jubilaran y desde entonces estoy en casa. Aburrida, sin nada qué hacer. Limpio el patio, ayudo en la cocina, acompaño a mi madre y alguna que otra vez le doy de comer o le doy un baño con la esponja. Y repito las mismas cosas hasta que me fastidio o Carmen me dice que ya está, que dejo eso y me echo en la cama a intentar dormir para no escuchar sus reclamos ni su insistencia de ir al doctor.
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